30 July 2012

DIARIO
Madame Antoinette (obviamente no es su nombre real, pero en situaciones como ésta, la discreción obliga al uso de seudónimos) no es mi novia, pero tampoco es una clienta. Diría más bien que tenemos un acuerdo tácito. Veréis, el mundo del gigoló moderno existe dentro del difuso concepto de la revolución sexual femenina. Las mujeres quieren que les sirvan sus más atrevidas fantasías con suma delicadeza y diversión —algo para lo que el hombre promedio no está preparado—, pero sin que se trate de algo tan frío como una transacción económica. A mí me gusta verlo como un intercambio de experiencias: yo pongo la diversión y las habilidades y ellas corren con los gastos. En realidad, soy el equivalente en hombre de un Balenciaga, el accesorio perfecto para la mujer de hoy, bella y segura de sí misma. Mi profesión siempre ha dependido de los deseos libidinosos del sexo débil. Mucho antes que yo, los caballeros parisinos y los señoritos londinenses ya disfrutaban del mecenazgo de poderosas damas. Cuando ellas tenían un deseo que satisfacer, lo hacían con discreción y solicitaban algo más sofisticado que una polla de alquiler. Conseguir una erección es fácil, lo que lleva más trabajo es dar con la persona adecuada. Ante todo está el estilo. Las mujeres quieren un affaire, divertirse un poco; aunque sea cosa de una noche. Y creedme cuando os digo que esto no se consigue con una gorra de camionero y una camiseta imperio. Cada dandi moderno debe elegir un estilo, un look que resuma el tipo de sexo que vende. El mío es mitad sofisticado-cultivado, mitad estrella del rock disoluta. Ahora mismo llevo una chaqueta vintage de piel, entallada, y una camiseta PPQ, una de las nuevas marcas más cool del panorama de la moda. La experiencia me ha enseñado que un par de zapatos malos tienen el mismo efecto en la libido femenina que una lengua inexperta. Antes sólo las esposas de los hombres ricos y las cortesanas podían permitirse el capricho de relacionarse con caballeros tan bien vestidos como ellas, pero hoy en día todas, desde las chicas de oficina hasta las damas más selectas, rechazan a los hombres mal vestidos de tripa cervecera y optan por un estupendo gigoló del que presumir colgadas de su brazo. Alguien que, además, les hará pasar un buen rato por un precio convenido. Y no estoy hablando de cuatro billetes arrugados sobre la mesilla de noche de cualquier hotel. No. Las distracciones sexuales de las mujeres son algo más que eso. Como decía antes, ellas compran un estilo de vida. Quieren ropa de diseño, revistas caras, reservas en restaurantes exclusivos... y quieren al hombre que encaje en todo eso. Saben que unos Louboutins no salen caminando solitos de la zapatería por amor a unos pies bonitos. Las cosas buenas de la vida cuestan dinero. Las comidas gratis no existen; sobre todo si se trata de un bistrot en el que tienes al diseñador de moda en la mesa de al lado. Las mujeres invierten en mi estilo de vida, no en mi cuenta corriente. Nunca me pagan en metálico, por eso a menudo paso de volar en primera clase hacia una cita a tener que tocar el piano en el café de mi barrio para poder pagarme la cena. Suena disparatado, pero he descubierto que las mujeres sienten curiosidad por este tipo de vida bohemia de extremos. Debo de ser una especie de pausa para ellas, comparado con los tipos que trabajan de nueve a seis y a los que no arrancas para una noche de sexo loco y romance sin antes haber rellenado una solicitud de vacaciones. Lo curioso de todo esto es que me convertí en el ideal con el que toda mujer sueña porque durante años fui el tipo de hombre que ellas no querían. No por nada malo; yo era atractivo, cariñoso e inteligente, pero también muy ingenuo e incapaz de entender qué movía a las mujeres. Era como un cachorro torpe que correteaba siempre a su alrededor. De golpe me viene a la cabeza la imagen de una morena guapísima. Tiene una sonrisa preciosa y ojos traviesos. Hacía siglos que no pensaba en Simone D., la primera chica que me rompió el corazón. Creo que madame Antoinette me la recuerda un poco. Las dos son mujeres que tienen a los hombres bajo su poder: divertidas, coquetas, pero siempre se guardan una parte de ellas que no conoces nunca. Madame Antoinette es agente inmobiliaria, pero reconozco las cualidades que comparte con Simone D.; las que hacen que los hombres sean una nota a pie de página en el orden del día de sus vidas. Conocí a Simone D. en el conservatorio de música donde estudié hace ya unos diez años. Yo era un chico ingenuo de diecinueve años y Simone, aunque también tenía diecinueve, era una mujer de mundo que quedaba con hombres mayores que ella que conducían Porsches; probablemente, cuando me veía colgado por ella, sólo pensaba «Qué mono». Hoy conduzco un descapotable clásico (un regalo, claro) y me he convertido en el tipo de hombre con el que ella habría salido entonces. Sienta bien saber cómo excitar a estas chicas; tanto en lo sexual como en lo emocional. Son muy exigentes, pero eso todavía hace que sea más satisfactorio cuando consigues que se lo pasen bien. —Golden, estoy aburrida. Vámonos de fiesta. ¿Qué hay esta noche? Antoinette interrumpe mi reflexión con una sonrisa traviesa. Ha salido de la ducha y tiene un aspecto increíble con esta luz de la tarde. Lleva la sábana morada envuelta en su cintura, con los pechos insolentes al aire. Pero ¿veis lo que os decía? Muy exigente. Unos minutos sin trabajo y ya está ansiosa por una nueva aventura. Por suerte, sé perfectamente cómo manejar la situación. El truco está en hacerse con el control enseguida y no dejar que te sorprendan. Mi dilatada experiencia me dice que no está aburrida de mí, sólo necesita que la estimule con alguna novedad. Y aquí es donde entra en juego el otro atributo esencial de todo gigoló: no sólo cuido mi aspecto, cuido todo lo demás. Sabe que tengo los mejores contactos, que sé dónde encontrar la gente más sofisticada y las fiestas más exclusivas de la ciudad y que, además, estoy encantado de llevarla hasta allí en mi carroza dorada. Quiere a alguien que la lleve de viaje en primera clase, no un perrillo pegado a su falda de Prada. Saco mi blackberry y llamo a mi mejor amigo y colega, Rochester. —Hola, soy yo, Golden. ¿Dónde estás? —Rochester es mitad ruso, mitad beliceño; una mezcla embriagadora y una seductora alternativa a mi caballerosidad británica. —No te lo vas a creer —susurra con el acento marcado que vuelve locas a las mujeres—. Estoy con Famosa Z. —Rochester pronuncia el nombre real, pero yo soy demasiado discreto—. Hemos tenido veinticuatro horas de sexo desenfrenado. Me está esperando en el jacuzzi. ¡Es tan guapa! Mañana nos vamos a Miami en su avión. —Qué bien —contesto sonriente. Uno se siente bien al saber que su mejor amigo mantiene un mano a mano con una actriz de Hollywood dispuesta a pagar por todos los placeres que uno le daría gratis; pero una parte de mí tiene envidia. No es que no esté bien con Antoinette, sólo que contar con una celebridad en el curriculum está genial. A las demás mujeres les gusta pensar que juegan en la misma liga; es como un gran piropo. Obviamente cuento con algunas estrellas de Hollywood en mi curriculum, pero ya hace demasiado tiempo que debería haber actualizado ese apartado. Sobre todo porque mi último fichaje importante estuvo implicada en un escándalo, y si a las mujeres les gusta saber que comparten pareja sexual con la última modelo que ha sido portada de Elle, enterarse de que la comparten con alguien que aparece en los periódicos sensacionalistas no tiene el mismo efecto afrodisíaco, que digamos. —¡Diviértete! Llámame cuando vuelvas. Vas a tener que contármelo todo en la próxima reunión del gremio. Me pregunto a quién le toca organizar esta vez nuestra noche de chicos. Creo que a mí. Tendré que pensar en algo excepcional; es motivo de orgullo entre nosotros que el que organiza la velada consiga convertirla en algo único. Intercambiamos consejos, anécdotas y contactos mientras nos tomamos unas cervezas (si no hay damas, podemos prescindir del champán, al menos por una noche) y competimos entre nosotros flirteando con cualquier mujer que se cruce en nuestro camino. Es como ejercitar un poco los músculos. Ver cómo un grupo de tíos guapos y elegantes despliega todo su arsenal seductor es todo un espectáculo. Y va mejor que el Botox para levantar la autoestima femenina. El siguiente en mi lista de contactos es Johan, un supermodelo sueco. De él se rumorea que cobra diez mil libras esterlinas por donar su semen a mujeres mayores ansiosas de descendencia con ADN perfecto. Cara de ángel y tranca de... Bueno, ni que decir que es muy popular entre las mujeres. —J., ¿cómo estás? —Camino hacia el pasillo y me siento en una preciosa silla tapizada estilo Luis VII. No me gusta que mis clientas descubran los mecanismos que ponen en marcha la magia. Si quisieran escuchar a alguien organizar algo, saldrían con el maître de un hotel—. ¿Sales esta noche? ¿No? ¿Y eso? Johan se muestra extrañamente misterioso cuando le pregunto qué va a hacer. Seguro que tiene una nueva acompañante, pero aun así es extraño que no me dé ni una sola pista. Suele ser muy discreto con los detalles más jugosos; todo lo contrario que Rochester. Una pena que no salga hoy, porque la verdad es que está muy bien rodearse de algún supermodelo cuando estás trabajando. Mientras a tu clienta no se le vayan los ojos, eleva el caché del evento. Máxima rentabilidad por la misma inversión. Cuando llamo a un tercer amigo, no tengo ni que preguntarle si sale. Ritmo de música electrónica y gritos de diversión contestan mi llamada. —Zen, ¿dónde estás? —Ahora que lo pienso, debería haber llamado a Zen el primero. Es el accesorio perfecto para una noche de marcha: glamuroso, guapo... y alguien que, más que conocer el ambiente, es el ambiente. —Estoy pinchando en Sketch. Celebran la fiesta de presentación de un perfume. ¿Te vienes? —Justo lo que quería oír. —Resérvame cuatro plazas en la lista de invitados. —Entonces, ¿salimos de fiesta? —grita Antoinette desde el baño, donde la veo maquillarse por la puerta entreabierta. Sigue desnuda, salvo por un minúsculo tanga de color rosa. Qué pena que tenga que vestirse. —Claro que sí. Vamos a ir a la fiesta de presentación de un perfume. Estará toda la gente importante del mundo fashion. Me alcanza una botella de champán para que la descorche y empecemos la fiesta antes de volver al baño. Es increíble lo que ganan los agentes inmobiliarios hoy en día en Londres. Seguro que madame Antoinette tiene unos bonos considerables. Su tren de vida está por encima del de muchas inversoras cuya compañía frecuento. Bueno es saber que el dinero de los propietarios de clase media está bien invertido. —¿Plataformas o tacones de aguja? —Se acerca a la puerta del baño y se apoya en el marco, curvando la cadera hacia fuera de una forma muy sexy. Es adorable. —Plataformas, pero con una mini. Otra de las ventajas de un profesional experimentado como yo es que cuando me preguntan qué deben ponerse nunca digo «No sé» o «Lo que tú quieras». Parte de mi trabajo incluye hojear el Vogue o el Vanily Fair y conocer los consejos sobre moda que las mujeres quieren oír. —Tengo dos plazas más en la lista de invitados, por si te apetece traer a alguna amiga —le digo. —¡Genial! Llamaré a Melinda y a Haley —y me lanza una sonrisa. Para ella es importante salir a divertirse a lo grande después de una semana intensa en la agencia. Salir con sus amigas y saborear la gloria de figurar en una exclusiva lista de invitados forma parte del pack. Y ahora, a ver qué me pongo yo.

29 May 2012

DIARIO
Mi vida de gigoló me encanta, pero todavía hoy me sorprende haber desarrollado una profesión como ésta; de las que no salen en la lista de carreras que te dan en el instituto durante las sesiones sobre estudios superiores. El horario de trabajo es genial; los extras, sorprendentes; las jefas, todo un placer trabajar con ellas; pero el sueldo no es para tirar cohetes, y a ver quién es el guapo que solicita una pensión de jubilación cuando tu oficio consiste en saber trabajarte el cuerpo de una mujer. Pero si en algún momento empiezo a arrepentirme por haber intercambiado estabilidad por sexo del bueno, el destino siempre viene a recordarme que, con toda probabilidad, soy uno de los hombres más afortunados del mundo.

La semana pasada, por ejemplo, estaba echando un vistazo al escaparate de una agencia inmobiliaria de lujo en Hampstead, fantaseando con la idea de ser el
propietario de una de aquellas mansiones de un millón de libras en lugar de visitarlas como invitado especial, cuando, entre el anuncio de una propiedad en Dartmouth Park y el de una lujosa casa de campo georgiana, detecté a una mujer guapísima que me miraba desde su imponente mesa de despacho. Y me guiñó un ojo. Un gesto descarado y sugerente que me daba a entender que es el tipo de mujer con la que me encanta trabajar.

Entré en la agencia y antes de sentarme ya sabía que entre nosotros no sólo existía una conexión, sino que, además, era de las de banda ancha. Más que atracción, diría que se trataba de una versión tácita de la ley de la oferta y la demanda. Cualquier atisbo de pensamiento sobre la fragilidad de mi futuro acababa de evaporarse.

Y aquí estoy, tras una intensa semana de sexo salvaje con ella, recorriendo con mis dedos la curva de su espalda. Ella ronronea con suavidad. Sonrío y me acerco
a besarle la nuca. El olor de su cabello recién lavado se mezcla con el aroma decadente del aceite comestible de almizcle que mis expertas manos han masajeado por todo su cuerpo. Me encantan los aceites de masaje comestibles; retirarlos después con la lengua es mucho más sabroso. Doy la vuelta al cuerpazo, sus carísimas mechas se esparcen como un abanico dorado sobre la almohada, y le abro las piernas. Ella gime, un suspiro suave sobre mi piel, mientras empiezo a besarle los pechos, bajando despacio hasta que llego al punto donde comienzan sus ingles brasileñas. La miro y me devuelve la mirada sonriendo. Sujeta mi cabeza con las dos manos y la empuja hacia abajo. Sabe tan dulce como aparenta ser; aunque a veces las apariencias engañan. Diez minutos antes me estaba contando sus fantasías sexuales favoritas con todo lujo de detalles; por eso ahora estoy lamiendo el aceite de masaje de su clítoris mientras ella me ordena, gritando, que más fuerte, que más rápido, que más suave, que a la izquierda... Como veis, no hay problemas de comunicación. En cinco minutos consigo que se corra. Por lo general, intento que la cosa dure unos veinte, pero con órdenes tan precisas es muy difícil no dar en el blanco a la primera. En mi favor diré que hemos pasado las últimas tres horas en la cama y, por cómo ha degustado su primer orgasmo de la tarde (yo por detrás y ella masturbándose en perfecta sincronía con mis movimientos), no me extraña que este clímax final sea como el café que te tomas después de una buena cena: corto, pero intenso.
—Debería patrocinarte L’Oréal —me dice instantes después, mientras le sirvo una copa de vino.
—¿Por qué? —pregunto con una sonrisa interrogante.
Bebe un sorbo y responde:
—¡Porque tú lo vales! —Y se parte de risa; a punto está de escupir el vino.
Muevo mi pelo castaño hacia un lado, en plan anuncio, y me pide entre risas y chillidos que lo haga otra vez. Showman hasta el final, me pongo en pie sobre la
cama y empiezo a posar con mi mejor mirada penetrante, estilo anuncio de maquinillas de afeitar, moviendo el flequillo y susurrando «Porque yo lo valgo». Nos reímos tanto que pierdo el equilibrio y me desplomo sobre la cama, a su lado.
—Eres tan divertido, Golden —musita cuando dejamos de reírnos.
—A su servicio, señora —contesto, haciendo el gesto de tocarme el ala de un sombrero imaginario.
—En toda la tarde no he pensado en el trabajo ni un segundo —añade seria.
—Ahora mismo estás en mi mundo y lo único que debe preocuparte es el índice orgásmico —y la miro con cara de hombre de negocios.
—¿Qué? ¿Qué diablos es el índice orgásmico?
—Es mi objetivo personal. Mira, por ejemplo, hoy me he marcado la meta de darte, al menos, siete orgasmos. Llevamos cuatro, así que, en mi mundo, todavía
queda mucho trabajo por hacer.
—Vaya, te concentras mucho en tu trabajo. Me gusta eso en un hombre. —Se tumba boca arriba y empieza a masturbarse—. ¿Te echo una mano? —me dice
sonriendo seductoramente.
—¡Quieta ahí! —la riño—. Yo nunca engaño. ¿Qué sentido tiene tener a un hombre como yo al lado si te pones en plan «háztelo tú misma»? Estoy convencido de que alcanzaré mi objetivo, no te preocupes. La noche es joven.
—Tienes razón, ¿en qué estaría pensando? —dice fingiendo indignación—. Pero de todos modos necesito un descanso; casi acabas conmigo. Voy a darme una ducha y a refrescarme, así tienes tiempo de pensar cómo vas a entretenerme esta noche. —Y dicho esto, su culito descarado se aleja, cimbreante, en dirección al baño